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viernes, 10 de abril de 2015

La dulce vida de Riquito


Un día como hoy Riquito dejó de endulzarnos la vida para dejarnos el recuerdo de sus deliciosos budines.

Por Marco Antonio Silva Mantilla

Es un domingo de abril del año 1992. Día futbolero en la ciudad. Las graderías del viejo estadio “Manuel Gómez Arellano” lucen atiborradas de gente. José Gálvez, disputa un partido decisivo para seguir avanzando en la Copa Perú y alcanzar su retorno al fútbol profesional. Mientras el balón transita la cancha de un lado a otro, un hombre cobrizo, bajito él y de un peinado impecable, sube por las gradas sosteniendo en brazos una fuente blanca de porcelana repleta con budines; este postre es tan “rico” que en cuestión de minutos va desapareciendo a manos de los hambrientos hinchas. Riquito dame cinco, le piden algunos. “No sale de cinco. De uno nada más, para que alcance…”, responde con sarcasmo el hombrecito, quien es conocido por llevar tatuada la franja galvista en el pecho.

La vida de “Riquito” es un ejemplo de perseverancia, humildad, trabajo honesto y amor a su familia. A pesar de que a temprana edad le tocó sufrir los estragos de la fatalidad, nunca bajó los brazos. Su padre falleció de un raro mal cuando apenas había cumplido los cinco años. Sólo unos meses después la muerte le arrancó a su madre, dejándolo por completo en la orfandad. Su tío Venturo Pulido asumió la tutela y fue él quien lo trajo desde Virú, donde había nacido el 05 de setiembre de 1931, para criarlo en las playas de Besique.


Cuando Riquito alcanza la adolescencia le brotan inquietudes propias de una persona adulta. Siente la necesidad de independizarse, a pesar de sólo contar con 12 años de edad. Así emprende la aventura de la vida solo. Deja a su tío y busca forjar su propio destino. No iba a ser fácil, pero él sabía que la vida está repleta de charcos y hay que saltarlos todos para avanzar. Su rumbo fue Chimbote, una ciudad que se expandía con rapidez y donde empezó a ganarse el dinero comprando pan de algunas panaderías que luego vendía en las calles. Pero él no quería ser un eterno ambulante, así que un día le tocó la puerta al dueño de la Panadería “Venecia”, un italiano bonachón, para pedirle trabajo. El europeo al ver la intrepidez del muchacho lo aceptó y le dio empleo como ayudante de panadero. Allí se quedó hasta que alcanzó la mayoría de edad, tiempo en que el italiano junto a su familia abandona Chimbote y cierra la panadería.

El desempleo no asustó a Riquito, quien ya sabía lo que era trabajar en las calles. La experiencia en la panadería “Venecia” le valió para emprender su propio negocio de producción de pan y dulces. Sus clientes eran los tenderos de la ciudad y algunos comerciantes de mercados, quienes alababan el delicioso sabor de sus alfajores, empanadas y budines. Encaminado en el trabajo, Lorenzo Castillo, “Riquito”, alcanza la plenitud cuando encuentra el amor. Lucia Graciela More Sánchez se convierte en su esposa y como el mismo solía decir “llena de bendición su vida”. Con Doña Lucía tuvo cinco hijos: Jorge, Margarita, José, Lidia y Julio; sin embargo años más tarde el matrimonio se rompe y a Riquito le tocó afrontar la crianza de todos su vástagos. Una vez más la vida lo puso a prueba. A pesar de la desilusión amorosa, don Lorenzo nunca optó por el camino del alcohol o los vicios fáciles para aplacar la pena. Mató su tristeza con trabajo y con un esmero digno de aplaudir en el cuidado de sus hijos.

Riquito enseñó el valor del trabajo a sus retoños. Inculcó en ellos el deseo de superación y la importancia de la unión familiar. Los fines de semana, cuando los niños no asistían a la escuela, don Lorenzo los llevaba para que le ayuden en la venta de los dulces. En los tiempos festivos de la ciudad, la familia era una gran empresa que producía y vendía dulces a montones. Así fue que Riquito aumentó su capital y pudo incursionar en el negocio de la crianza y venta de animales, además de abrir una tienda de abarrotes en su vivienda ubicada en el pueblo Joven 12 de Octubre, pensando siempre en el bienestar de sus hijos. Con trabajo esforzado Riquito les brindó educación, llegando incluso a costear los estudios universitarios en Argentina a José.

Don Lorenzo fue también un apasionado del fútbol, hincha acérrimo del José Gálvez, equipo al que seguía con un fanatismo inquebrantable, en el profesionalismo, en la Copa Perú o en la Liga Distrital. “El verdadero hincha está en las buenas y en las malas” repetía siempre. En una ocasión en el estadio “Manuel Gómez Arellano” cuando el Gálvez gana un partido que lo hace retornar al fútbol profesional, Riquito emocionado regala toda su fuente de budines. “Al Gálvez lo amaba tanto como a su familia”, recuerdan algunos de sus amigos.

El 2005, con 74 años de edad y casi medio siglo recorriendo la ciudad llevando en brazos una fuente de budines, Riquito aún persistía en su rutina cotidiana de andar por el muelle artesanal, La Caleta, SedaChimbote, Hidrandina, bancos, cantinas y restaurantes ofreciendo sus deliciosos dulces, tratando de revivir aquellos buenos tiempos en los que llegó a vender de 30 a 40 fuentes diarias. A pesar de que sus hijos le escondían los zapatos y las fuentes de porcelana para que no saliera, Don Lorenzo se daba maña para realizar una actividad que lo enorgullecía. “Nunca quiso dejar de salir a vender, ya no tenía fuerzas para caminar, pero igual lo hacía; por eso sufrió el accidente y desde entonces se la pasó postrado en una cama del Hospital Eleazar Guzmán Barrón” recuerda entre sollozos su hija Lidia.

Luego de pasar ocho dolorosos años soportando los males de la vejez, finalmente la luz de la vida se apagó para Don Lorenzo Castillo Bernabé, un hombre que llegó a Chimbote y endulzó la ciudad con sus budines y su carisma. Nada es para siempre y los seres humanos somos como un río que se va. Hace una década se fue la negra Dolores, ahora le tocó partir al tío “Riquito”. Seguro que en el cielo la miel de sus dulces se saborea con gozo.

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